«El sonido que cambió mi infancia», portada de la Bonilista 765
El sonido que tiñó mi adolescencia

Aún recuerdo el impacto.
 
Tendría 15 o 16 años y mi amigo Álvaro tenía un padre muy aficionado a los videojuegos que solía actualizar su ordenador con lo último en tecnología. Una tarde me invitó a su casa a merendar y enseñarme el «kit multimedia» que acababan de instalar: un CD-ROM y una tarjeta de sonido que les había costado 60.000 pesetas, unos 625 euros de hoy en día.
 
Para probarlo, ejecutó un juego llamado «The 7th Guest» que no solo tenía gráficos fotorrealistas para representar una mansión encantada, sino que también contaba con efectos digitales (¡voces!), incluidas unas de niños que daban verdadero miedo… y todavía lo dan.
 
Me voló la cabeza. Como la inmensa mayoría de los pocos afortunados que teníamos un PC en aquella época, los únicos sonidos que emitía mi ordenador eran los pitidos estridentes del pequeño altavoz integrado en la placa.
 
El efecto que provocó en mi fue el mismo que podría haber sentido un chaval de los años 50 al que hubieran enseñado por primera vez un televisor en color. Detrás de la magia había una tarjeta Sound Blaster de Creative, una compañía y una tecnología con una historia que merece la pena ser recordada.
 
En 1981, Sim Wong Hoo fundó Creative Technology con 26 años junto a su amigo de la infancia y compañero de clase Ng Kai Wa, en una nave de 40 m² y 6.000 dólares de ahorros.
 
La vida de Wong Hoo, no había sido fácil. Nació en un Singapur subdesarrollado y pobre, como el décimo de doce hermanos. Su padre era obrero en una fábrica y su madre cuidaba las gallinas, cerdos y la pequeña huerta de la familia.
 
A los 11 años juntó los ahorros suficientes para comprarse una harmónica y su pasión por la música le acompañó para siempre.
 
Consiguió ir a la universidad a estudiar Ingeniería y la tecnología se convirtió en la otra pasión de su vida. En Creative, unió las dos.
 
Empezaron reparando ordenadores, pero pronto se lanzaron a ensamblar sus propios modelos que, por insistencia de Wong Hoo, tenían capacidades multimedia.
 
No cosecharon mucho éxito y llegaron a la conclusión de que la tecnología sonora que habían desarrollado era mucho más vendible que el ordenador en sí. Así nació el C/MS o Creative Music System, una tarjeta ISA construida alrededor de dos chips Philips SAA1099 y que podía pincharse en cualquier PC.
 
Para impulsar las ventas, Sim hizo las maletas y se marchó a EE. UU con el objetivo de vender al menos 20.000 tarjetas y facturar un millón de dólares. Allí se dio cuenta de que de que los videojuegos eran el software que más impulsaba la venta de tarjetas, así que, renombro la C/MS como Game Blaster y la distribuyó con un conjunto de utilidades… incluidos drivers para asegurar la compatibilidad con todos los juegos de Sierra On-Line, un gigante del entretenimiento electrónico de la época.
 
Esa colaboración con los desarrolladores se haría cada día más y más estrecha y sería clave para el éxito de la compañía. Porque, aunque la Game Blaster vendió muy bien, no logró imponerse a AdLib —líder del nicho del sonido en PC y estándar de facto en ese momento— algo que sí logró su sucesora, la mítica Sound Blaster.
 
Para conseguirlo, Creative hizo un movimiento muy inteligente: en vez de tratar de acabar con el estándar de facto lo mejoró, conservando la compatibilidad con el mismo.
 
La AdLib solo reproducía música y efectos de sonido mediante síntesis por modulación de frecuencia —cálculos matemáticos para simular instrumentos—, pero no podía reproducir sonidos reales grabados previamente (muestras).
 
Para lograrlo, usaba el chip YM3812 de Yamaha sobre el que no tenía exclusividad, así que Creative también lo montó en su propia tarjeta y, además, añadió un chip que permitía la reproducción de muestras PCM o, lo que es lo mismo, sonidos pregrabados como voces o efectos.
 
Con una Sound Blaster tenías la misma calidad de música sintetizada, pero también la voz grabada de una actriz conocida o el golpeo de una pelota de tenis.

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La mejor tarjeta del momento —la Roland MT-32— tenía su propia tecnología de síntesis que ofrecía un sonido más rico, realista y atmosférico que el de la Sound Blaster o la AdLib, pero solo podía reproducir las 128 muestras que almacenaba en su ROM… y costaba CUATRO VECES MÁS que la Sound Blaster, que —por si fuera poco— también contaba con un puerto para joystick.

Creative barrió a sus competidores, pero no gracias a su superioridad tecnológica sino por saber crear un ecosistema.
 
Porque, al contrario que AdLib o Roland, Creative enviaba prototipos de sus tarjetas a los estudios meses antes del lanzamiento con kits de desarrollo fáciles de usar y bien documentados. Además, les regalaban muestras de sonido personalizadas y listas para usar en los juegos en los que estaban trabajando. Eran casi parte del equipo.
 
Una colaboración que fue más allá de lo puramente técnico. Cerraron acuerdos para hacer publicidad cruzada. La Sound Blaster incluía demos de videojuegos en sus cajas. Los videojuegos llevaban en las suyas el sello de «Sound Blaster Compatible». Todos ganaban.
 
Y es que, el hardware, por muy avanzado que sea, no sirve para nada si no se desarrolla software que lo utilice. Sim Wong Hoo lo entendió antes que nadie y Creative ganó la partida haciéndole la vida fácil a quien lo programa.
 
Después de varias iteraciones, en 1992 Creative lanzó la Sound Blaster 16, que ofrecía audio digital de 16 bits —calidad de CD— mientras las anteriores solo manejaban audio de 8 bits —calidad de radio FM— y, además, una controladora integrada para CD-ROM, facilitando la instalación de «kits multimedia» como el de mi amigo Álvaro.
 
Ese mismo año, AdLib se declara en bancarrota mientras Creative sale a Bolsa, siendo la primera compañía de Singapur que formó parte del NASDAQ.
 
Y en 1993 —además de «The 7th Guest»— se publica «Doom», que revolucionó el mundo de los videojuegos con una atmosfera sonora que dependía de la Sound Blaster: el gruñido de los monstruos detrás de la pared, la apertura de las puertas metálicas y… los gloriosos disparos de escopeta.
 
Fue el golpe final. La Sound Blaster ya no era un accesorio sino un requisito. AdLib ni estaba ni se la esperaba.
 
Ese millón de dólares que tenía como objetivo Wong Hoo en 1988, apenas 5 años después se había convertido en más de 650 millones de ingresos anuales y el 72 % de cuota de mercado. Y, entonces, todo empezó a venirse abajo.
 
Pocas empresas han pasado del monopolio absoluto a la irrelevancia con tanta suavidad como Creative. No fue por culpa de errores estratégicos ni por la aparición de una tecnología superior. Simplemente, el mundo dejó de necesitarla.
 
Las placas base empezaron a integrar audio «gratis» con calidad «suficiente» y la industria de los videojuegos comenzó a centrarse en las consolas, donde Creative no tenía presencia alguna.
 
La empresa intentó asaltar otros nichos como el de la aceleración 3D —donde no consiguió seguir el implacable ritmo de NVIDIA y ATI— o el de los reproductores MP3, donde fue una pionera hasta que perdió la guerra contra Apple, que pagó 100 millones para poder usar en sus iPods los menús jerárquicos de navegación que había patentado.
 
Finalmente, en 2007 Creative se da por vencida y el 31 de agosto salió voluntariamente del NASDAQ. Incluso entonces, Wong Hoo continuó impulsando la innovación e invirtió una ingente cantidad de recursos para desarrollar la tecnología SuperX-Fi, que buscaba recrear la experiencia de sonido envolvente a través de auriculares, personalizando el audio para el oído de cada usuario. Consideraba esta tecnología como uno de sus mayores logros personales.
 
Sim Wong Hoo siguió trabajando en Creative hasta su repentina muerte, el 4 de enero de 2023, con apenas 67 años. Hoy la compañía es liderada por su hermano Freddy y su amigo Ng Kai Wa sigue trabajando allí, como vicepresidente. Cerraron el ejercicio fiscal de 2025 con 67 millones de ventas —fundamentalmente, periféricos de sonido— y 10 de perdidas, por amortizaciones e inversiones que han hecho para seguir adelante.
 
La mayoría podéis pensar que la historia de Creative es una historia de fracaso, pero yo la veo como un éxito. Wong Hoo se hizo multimillonario haciendo lo que le apasionaba, fundó una empresa que le sobrevivió y, más que tecnología, creó un legado. Ya me gustaría fracasar como él.
 
Quiero creer que cada clic, cada campanita, cada sonido que damos por hecho que siempre estuvo ahí tiene un poquito de aquella tarjeta que transformó los pitidos en voz. El sonido que tiñó mi adolescencia, y la de muchos otros.

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