FE DE ERRORES: la semana pasada afirmé que Marcos Martinez Diaz era el autor del informe que se usó para tratar de impedir el acceso al código fuente del programa BOSCO, pero este se redactó años antes de que él llegara al Ministerio de Industria. No pasa nada por reconocer que, a veces, la cagamos. Lo siento Marcos. Y, ahora sí, vamos con el texto de esta semana :)
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La partida que empezó todo
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La historia del primer videojuego de estrategia es digna de ser recordada. Sin embargo, muy pocas personas la conocen.
A comienzos de los sesenta, Noble Gividen, director de la junta escolar del condado de Westchester (Nueva York), se topó con un problema: las pequeñas escuelas rurales no contaban con presupuesto suficiente para costear los profesores que necesitaban.
Tuvo una idea visionaria: si esas escuelas pudieran conectarse a un ordenador central con contenido educativo, este aliviaría la carga docente y permitiría a los maestros centrarse en lo importante.
Una marcianada en una época donde la mayoría de la población jamás había visto una computadora. Sin embargo, la idea suscitó el interés de IBM, que organizó un taller con diez profesores de la zona para explorar cómo usar simuladores en la enseñanza.
Con las conclusiones de ese taller, la junta escolar de Westchester solicitó una ayuda del Departamento de Educación del estado de Nueva York, que le concedió una ayuda de 104.000 dólares. El equivalente a un millón de euros de hoy en día.
Una de aquellas docentes, Mabel Addis —maestra de 50 años que usaba juegos y dinámicas interactivas en sus clases—, presentó una propuesta para aterrizar una de las ideas que habían surgido en el taller: simular el gobierno de una civilización para enseñar teoría económica básica. Además, la ambientaría en alguna cultura previa a la griega, porque apenas se estudiaban en el colegio. Había nacido el juego sumerio o The Sumerian Game.
William McKay tradujo su idea en unas 15.000 líneas de FORTRAN, almacenadas en tarjetas perforadas que se ejecutaban en los 144 KB de memoria de un IBM 7090.
En esa época los usuarios de ordenadores no disponían de monitores, sino que interactuaban con los mismos a través de unas máquinas de escribir conectadas por módem conocidas como «teletipos». La respuesta se recibía en una impresora.
El juego se terminó en 1964, pero apenas se usó porque casi ninguna escuela tenía conexión punto a punto con un mainframe. ARPANET, el antecesor militar de Internet, no llegaría hasta 1969.
En 1966 recibieron nuevos fondos para crear una segunda versión ampliada que sirviera como demo del potencial de la enseñanza asistida por ordenador. Addis reescribió el juego dándole un trasfondo narrativo y añadiendo grabaciones de audio y diapositivas que se proyectaban de forma automática según lo que iba ocurriendo en el juego, algo que muchos consideran las primeras secuencias cinemáticas de la historia. Si queréis imaginar cómo se jugaba a algo así, he encontrado una foto de 1968 en la que se recrea una partida.
Las revistas Time y Life se hicieron eco del proyecto, pero no llegó mucho más allá. En 1967 se acabó la financiación y The Sumerian Game parecía condenado al olvido.
Afortunadamente Doug Dyment, un programador de Digital Equipment Corporation (DEC), se enamoró del juego y lo portó a FOCAL, el lenguaje de programación que DEC había creado para su microcomputadora PDP-8. Llamó a su versión King of Sumeria, pero como rebautizó al protagonista como Hamurabi, se popularizó con ese nombre.
En 1973, David H. Ahl —otro empleado de DEC— lo reescribió en BASIC, un lenguaje que permitía que el juego se ejecutara en ordenadores personales. Ahl publicó ese mismo año un libro sobre juegos en BASIC que se convirtió en un superventas.
El libro incluía el código de Hamurabi y lo convirtió en una referencia. Casi todo programador de los setenta creó su propia variante. Una de ellas, Santa Paravia de Fiumaccio, añadió el concepto de gestión de ciudades.
Así, The Sumerian Game se convirtió en el antecesor de todos los juegos de estrategia y construcción de ciudades, de Civilization a SimCity, y Mabel Addis pasó a la historia como la primera escritora y diseñadora de videojuegos.
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Si has llegado hasta aquí leyendo, enhorabuena. Ahora empieza la parte más interesante de la historia. Porque, a pesar de su enorme influencia, el código original de The Sumerian Game se perdió para siempre. No fue borrado, simplemente, un día dejó de importar. Las cintas magnéticas se degradaron y las tarjetas perforadas se tiraron y los listados quedaron olvidados en un cajón.
Lo único que sobrevivió fueron las diapositivas y los registros impresos de tres sesiones de juego encontrados en 2012, además de las detalladas notas del supervisor del proyecto, Richard Wing.
A partir de esos fragmentos y los ports posteriores, un grupo de entusiastas liderados por el historiador Andrea Contrato trataron de reconstruir el juego. Una locura semejante a intentar reconstruir el motor de un coche a partir de ver uno rodando por la carretera.
Pero lo consiguieron. La versión moderna asegura ser «fiel al 75 % del original» y puede descargarse gratuitamente de Steam.
Reconstruirlo fue una mezcla de ingeniería inversa y filología aplicada al software: analizar trazas impresas, deducir algoritmos, inferir condiciones, suponer cómo había escrito McKay cada bucle. Un trabajo tan técnico como poético.
Algunos pensarán que todo ese esfuerzo no tiene sentido alguno, que la pérdida del código no importa, porque la idea sobrevivió, pero eso sería como afirmar que conocer la ley romana que hacía que el imperio funcionara y en la que se basa nuestro sistema jurídico carece de importancia porque sus acueductos y calzadas han resistido el paso del tiempo.
El código ES historia. NUESTRA historia. No solo muestra qué hacía un programa, sino cómo pensaban quienes lo escribieron. Desde el ingeniero que optimizaba una división para ahorrar ciclos de CPU hasta la maestra que creía que la historia podía enseñarse con un ordenador.
Y ya sabéis lo que dicen: «el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla». Cuando ese código desaparece, no solo perdemos un fichero de texto sino nuestro legado. La capacidad de construir a partir de lo que hicieron los que nos precedieron. La posibilidad subir a hombros de gigantes para ver más lejos.
Quizás sea esa la mayor aportación de las muchas que nos ha dado The Sumerian Game: recordarnos en plena era de la inteligencia artificial que, sin el código que lo hace funcionar, un programa no es más que una caja negra binaria que dejamos de controlar. Que deja de ser nuestra.
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