«La farera del fin del mundo», portada de la Bonilista 749
La farera del fin del mundo
En 2019, cuando se jubiló Cristina Fernández Pasantes —la encargada del faro del Cabo Vilán y última farera en activo de Costa da Morte— apenas quedaban 63 fareros en toda España. La farera se retiró con 68 años y una premonición: «los fareros volverán», pero ¿hay algún argumento lógico detrás de esa afirmación más allá del mero deseo?
 
Cristina empezó a trabajar en 1973 cuando el radar —que permitía «ver» la costa, aunque ningún faro la señalara— empezó a ser común en la flota de altura, pero la mayoría de pesqueros costeros seguían navegando «a ojo».
 
Ese mismo año, el Departamento de Defensa de EE. UU. inició el proyecto GPS, que permitía saber dónde estabas con exactitud, aunque ningún faro te guiara.
 
¿Intuiría Cristina que, algún día, la adopción masiva de ambas tecnologías haría que su trabajo fuera «prescindible»? ¿Qué sentiría cuando, finalmente, esto se hizo realidad a principios del siglo XXI?
 
Y entonces ¿qué la impulsaría a seguir 19 años más en su puesto y jubilarse con 68? ¿La responsabilidad de mantener en pie la única alternativa para navegar cuando toda la electrónica falla o, simplemente, no saber o querer hacer otra cosa para ganarse la vida?
 
Nunca sabremos lo que pasaba por la cabeza de Cristina, pero no puedo evitar sentirme identificado con ella cuando observo el entusiasmo incondicional con el que recibimos cada avance de la Inteligencia Artificial.
 
Me resulta imposible no reaccionar ante afirmaciones tan gruesas como que todo el software se generará y ejecutará sobre modelos de IA, pero ¿por qué?
 
¿Realmente me preocupa la deriva de los que deciden «borrar los faros de sus cartas de navegación» y confiar su misma supervivencia profesional a un sistema electrónico que no controlan después de oír cantos de sirenas? ¿No será que lo que realmente me molesta es que alguien desdeñe mi medio de vida, hasta el punto de que le parezca un avance que desaparezca?
 
Cuando defiendo que no tiene ningún sentido computacional ejecutar un algoritmo determinista con parámetros de entrada delimitados en un LLM ¿detrás hay solo pura racionalidad informática o la misma está teñida de la visceralidad del que ve atacada su profesión y vocación?
 
Probablemente ni una cosa ni la otra, sino ambas al mismo tiempo.
 
Porque me fascina hasta qué punto la IA puede aumentar nuestras capacidades y transformar nuestro trabajo, pero me molesta profundamente que algunos reduzcan el mismo a las herramientas que utilizamos.
 
Yo siempre vi el software y el hardware como un medio, no como un fin. Llevo años sosteniendo que el trabajo de un programador nunca fue escribir código sino abstraer cierta lógica de la realidad y convertirla en un modelo que una máquina pueda ejecutar.
 
Curiosamente, Cristina y sus compañeros, al jubilarse reivindican la figura del farero, no la pervivencia de sus artes tradicionales. Porque su misión nunca fue encender y apagar una luz sino velar por la seguridad de aquellos que navegaban por las aguas que vigilaban, usando todos los medios a su alcance.
 
Pocos saben que el Reglamento de Torreros de Faros de 1873 —exactamente 100 años antes de que Cristina empezara a trabajar— ya incluía entre sus obligaciones, además del mantenimiento de la óptica, la de prestar auxilio en caso de naufragio en las inmediaciones. Varios murieron honrando esa obligación.
 
Aquí acaban las comparaciones. Sería absurdo equiparar a un programador con quien se juega la vida en una chalupa de remos para intentar salvar la de otros, pero la historia de los fareros nos enseña que a un oficio no lo definen sus herramientas, sino su misión.
 
Y quiero pensar que lo que realmente define el nuestro no es escribir código en un editor de texto o en un prompt sino ser los últimos responsables cuando falle. Porque en algún momento fallará. Eso es lo único que podemos afirmar con total seguridad.
 
No sé si al matizar la enésima declaración apasionada sobre la IA, me estoy comportando como un técnico racional o como un farero que se niega a aceptar que su mundo llega a su fin, pero no me importa.
 
Porque tampoco sé si volverán, como predijo Cristina, pero sí que me gustaría que mis hijos no tuvieran que navegar por un mundo donde no hubiera fareros. O programadores.
El colegio Osotu está en peligro, conoce por qué.

En el último momento se me cayó el patrocinio de esta semana y, en vez de buscar otro para reemplazarlo, se me ocurrió utilizar el hueco para dar conocer la situación por la que están pasando mis amigos Bego y Aitor, y el resto de familias de los 200 alumnos del colegio Osotu.

Osotu se verá abocado al cierre si el Gobierno Vasco sigue sin cumplir lo acordado en 2023. Eso es lo que piden, ni más ni menos. Que cumplan lo acordado. Aitor te lo cuenta en este video de 5 minutos y —también— como ayudar: haciendo ruido en redes sociales, que es una de las pocas cosas que pueden movilizar a un político.
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